Un relato militante

La Unidad Básica «Mario Brión», como corresponde a las mejores tradiciones del peronismo, funcionaba en el comedor de la casa de los Arcuri, justamente en la esquina de Catamarca y Méjico.

Así, de manera encubierta, en una casa de familia, como nuestros antepasados en la jabonería de Vieytes, camuflábamos la actividad política prohibida.

Actuábamos como lo que éramos, un pueblo perseguido.

Reuniones clandestinas en lugares clandestinos, un vocabulario críptico y, sobre todo, una forma de actuar que burlaba las reglas de juego que imponía la dictadura.

El lenguaje disimulaba de qué o de quién se estaba hablando.

Algunas veces usando el lunfardo, otras recurriendo al «vesre»; siempre de un modo marginal, casi carcelario.

Rofie, caño, cuetazo, yuta, viorce; hay que traducirlos como arma, bomba, tiro, policía o de los servicios.

Señas como rascarse la mejilla con el dedo índice, significaba que «ese» era sospechoso o «botón».

En vez de Perón decíamos el viejo, el macho, el hombre, el que te dije; en vez de Evita, La Señora.

La marcha peronista la cantábamos con otras letras en los estadios de fútbol, donde amparados en el anonimato de la multitud, se coreaba la música prohibida.

Tanto prendió que hoy, el «dale campeón, dale campeón», se canta en la cancha con la música de la famosa marchita.

Para reconocernos, usábamos el «sos del palo» o «sos de la causa».

En la época “fulera” quemábamos la bibliografía y con ella los padrones partidarios, para no dejar rastros de los afiliados.

Solo se salvaban de la fogarata los libros «sagrados»: los planes quinquenales, la Comunidad Organizada y La Razón de Mi Vida, que sobrevivían escondidos —como verdaderas reliquias— junto a los emblemas partidarios y las imágenes de Perón y Evita.

Difamación, persecuciones y finalmente la muerte han sido desde el fondo de la historia los métodos usados en contra de los movimientos nacionales.

El peronismo no fue una excepción a la regla.

En esos tiempos, había que hablar en voz baja mirando para todos lados. Un odio visceral llevó la mano que escribió en las paredes «Viva el cáncer» a la muerte de Evita.

Con saña, el capitán Manrique hizo orinar por su hijo el cadáver de Eva Perón.

 ¿Que no era a muerte?

¿Que no eran capaces de matar?

Solo hay que recordar los asesinatos de los caudillos del interior, la masacre de los indios, las ejecuciones de los generales Valle o Cogorno en el ‘55, los miles de mártires de la Resistencia o el bombardeo a la Plaza de Mayo.

El basural de José León Suarez, Mario Brión que no tenía nada que ver y los compañeros.

Ni hablar de miles de torturados y desaparecidos.

En aquella época los insultos o motes despectivos fueron incorporados, con un tono irónico y sobrador, como si hubiesen sido de propiedad intelectual propia. «Peruca», «flor de ceibo», «cabecita negra» eran de uso corriente entre peronistas. “Sos peruca, yo también soy del palo”.

Diálogos habituales para reconocerse.

Muy en joda nos tomamos aquello de “Piojo”, porque con referencia a Perón aseguraban que no nos lo podíamos sacar de la cabeza.

Pero el pueblo perseguido, el hecho maldito, los «cabecitas negras» pudimos sobrevivir a las siete plagas.

La casa de los Arcuri

Los que frecuentábamos la Unidad Básica “Mario Brión” teníamos plena conciencia que poníamos en riesgo la vida. Esperábamos solapadamente para entrar y salíamos de a uno en fondo para disimular.

Aunque la proscripción y su hermana la clandestinidad escribieron durante la Resistencia el capítulo de la muerte, también se suscitaron situaciones cómicas.

Las actividades políticas se desarrollaban en el comedor de los Arcuri, que era a su vez sala de estar, salón de lectura y biblioteca, actividades a las que agregaba la de Unidad Básica clandestina.

A veces había que esperar que se terminara de comer para ser local político y otras hacerle el aguante a las discusiones para volver a ser comedor familiar.

El tira y afloja terminaba cuando Doña Matilde Pérez de Arcuri pegaba cuatro gritos para recuperar esa parte de su casa.

El uso del baño, diseñado para una familia, no soportaba la avalancha de los masivos requerimientos.

Sin querer se avanzaba sobre la cocina en busca de agua para mate o de un cafecito caliente.

El humo del cigarrillo invadía toda la vivienda, impregnando paredes, pisos, ropa, filtrándose hasta en el dormitorio, única habitación vedada al uso comunitario.

Los anfitriones, Doña Matilde y Don Alfredo, bancaban el quilombo estoicamente.

Los dueños de casa habían dejado atrás los setenta ya hacía algún tiempo.

Prestaban su casa sabiendo los riesgos que ello implicaba y se ofendieron cuando se les hizo el planteo de pagarles un alquiler.

No sabíamos cómo compensar los mangueos con que a diario eran sometidos.

Yerba, azúcar, té, pan de hoy o de ayer y hasta algo de la olla del mediodía.

Tal apoyo logístico siempre era precedido por la pregunta de rigor: ¿comiste al mediodía? ¿tenés hambre?

Así escrito, tal vez no trasmita el calor maternal que acompañaba la preocupación de doña Matilde.

Compañeros para ellos significaba compartir hasta el poco pan que en rigor de verdad no siempre sobraba.

Porque para los Arcuri el peronismo bien entendido empezaba, allí, por su casa.

Por otro lado, no cualquiera podía exhibir las medallas de peronistas de la primera hora de estos dos viejos compañeros.

Un carnet con el número 15 de afiliado y una edición de lujo de La Razón de Mi Vida, con unas líneas de puño y letra escritas por la mismísima Evita eran parte de su patrimonio espiritual.

Por su forma de ser, por el respeto y la consideración ganada entre los compañeros funcionaban como árbitros en las discusiones, las que sabían encausar y, de última, ponerles punto final.

El desembarco en la casona ocurría entre semana por las tardes y se extendía hacia la noche, cerca del horario de la cena.

Pero en los últimos tiempos se le sumaron los sábados y domingos, claro síntoma de la ansiedad que generaba el anunciado regreso del General.

La emblemática «Mario Brión», así bautizada en homenaje al fusilado por los milicos en el basural de José León Suárez, fue uno de los pocos locales políticos que funcionaron al final de la dictadura militar y, por eso, lugar de encuentro de gran parte de la militancia de Capital Federal.

Esa noche el grupo, como si fuera un estado mayor, planificó su participación en el así llamado «Operativo Retorno» del 17 de noviembre de 1972.

Nosotros con Rosa nos la vimos venir.

La tarde del 16 dejamos en casa a Luis y Guillermo que eran adolescentes, y a mis viejos, que con tono de rezongo nos reconvinieron que tuviésemos cuidado.

Que si Perón volvía iba a haber quibombo; que no anduviésemos hasta tarde por la calle que era peligroso.

Ah!, también estaba Gloria, novia de Luis, que por entonces quería ser nuera.

De movida sabíamos que no volveríamos temprano a casa; no queríamos confesarlo, pero tampoco teníamos la certeza de volver tarde.

El mate y la lluvia fueron la compañía de esa noche de noviembre, en el comedor de los Arcuri.

Estábamos de acuerdo en llegar a Ezeiza como fuese. Allí descendería el avión que traía a Perón de Madrid.

Expreso a Ezeiza

En noviembre, las noches en Buenos Aires son templadas; sin embargo la del 16 de noviembre de 1972 fue particularmente fría.

Fría porque hizo frío y la lluvia que mojó era fría, pero mucho más fría porque el frío tenía mezclado el cagazo, que es un frío mas frío porque viene como de adentro.

Ese cagazo no era un cagazo abstracto, era uno concreto a desaparecer, a que te den para que tengas en la «parrilla» o que te hagan la boleta tirándote atado con alambre al Río de la Plata.

Metodología extraída del manual costumbrista de la patota militar.

Antes del amanecer nos largamos de a pocos a tornar el colectivo.

Cruzamos la avenida Belgrano, donde como un monumento del pasado todavía quedaba en pie el sostén de una garita.

La humedad pintaba de brillo los viejos adoquines y las vías casi muertas esperaban herrumbrándose a los tranvías de carga de la Quilmes que ya no vendrían.

Una cuadra más: Moreno y Catamarca, donde tenía la parada el 122.

Quince minutos más tarde y a lo lejos se lo vio venir.

No hay ley física que pueda explicar la ecuación: lleno, más quince más, igual todos arriba.

La copia de una acuarela, fileteada por Martiniano Arce del Zorzal criollo y una estampita de la Virgencita de Luján eran parte de la decoración interior del bondi.

Un enorme espejo biselado cubría todo el frente, de costado a costado, para mirar para atrás y un escarpín de su primer hijo varón pendía del centro, junto debajo de un reloj que marcaba, con solo diez minutos de atraso, las cinco y media de la mañana.

Por primera vez tuve plena conciencia que a esa hora había gente que iba a laburar, cosa que como empleado de oficina, no siempre se tiene muy presente.

Ahí estaban los héroes comunes y silvestres de todos los días.

Los que se levantan de noche para ir al yugo y también volvían de noche después de una larga jornada.

Esos que se bancan al capataz: las minas, acosos, y los machos, verdugueadas por salarios de mierda.

Claro que se dan cuenta de que los están cagando, pero no les queda otra, lo hacen por sus familias; que traducido al castellano significa concretamente: por la jermu, los bepis, el morfi y también —por qué no— por esos sueños tan soñados para él, los bepis y su jermu.

Los mismos que, del otro lado de la mañana, tenían cara de preguntarse qué carajo estarán haciendo esos «raros» a esta hora de la madrugada.

Claro, los raros éramos nosotros, que no empilchábamos de obrero, ni teníamos olor a patria metalúrgica, ese de fatigarla en laburos que fatigan.

Sabíamos que ellos sí iban a jotrabar; algunos a los frigoríficos de Mataderos, otros tal vez en la misma autopista que nos llevaría a Ezeiza.

Calle Moreno a marcha lenta, todavía con algunos en el estribo. Vuelta en Boedo, vuelta en Carlos Calvo. Neblina, humedad, garúa.

Silencios con diálogo de miradas, que querían saber si vos sentías el mismo cagazo de pueblo raso, que sin entrenamiento a poco tendría que laburar de héroe.

Como por Carabobo, de otros colectivos, sentimos la música de la «marcha» cantada con letra de autor anónimo y «se va a acabar, se va acabar, la dictadura militar», «que al viejo le da el cuero», con lo cual se fue a la mierda la estrategia de pasar desapercibidos.

Más a la mierda se terminó de ir, cuando bajamos en Avenida del Trabajo.

Unos cuatro o cinco mil cumpas, que también querían pasar desapercibidos, habían llegado antes y gritaban consignas frente a una barrera de la taquería que “casualmente” había sacado permiso de portación de armas.

Pistolas, FAL, tanquetas, gases, itakas, balas de goma y de las otras.

No sé por qué se resistían a darse cuenta que queríamos pasar desapercibidos y así pasar.

Miles de voces gritaban de este lado y una sola del otro.

Empilchado de azul con corbata negra —luto que sin saber o sabiendo llevaban por la muerte de Evita— y dos huevos fritos dorados sobre sus hombros, la voz decía que era el jefe del operativo, que compartía la causa y que no lo forzáramos a actuar.

Como lo hacían en la cancha los compositores del tablón, cuatro o cinco mil voces invitaron al taquero a pasarse de este lado gritándole: «los que están con Perón, que se vengan al montón».

Claro, no se quería entender que, si era peronista, por qué estaba del otro lado haciendo el laburo de la yuta.

Un sillón de ruedas y dos sombras negras

En la primera gaseada arrugamos todos, corriendo como si esta vez la consigna fuese «atrás mis cobardes».

Algunos se refugiaron en las calles laterales, otros comenzaron a prender fuego para disipar los gases y nosotros, hurgando desesperadamente en el bolso de Rosa, buscando limón y bicarbonato para neutralizarlos.

Quién haya probado esta medicina sabe de qué estamos hablando.

Para poder respirar hay que ser bien macho: los ojos te pican y llorás como cuando te dejó tu primera novia.

Rosa, Rosita para mí, era para los compañeros «la Marrón», aunque ella aseguraba ser canela.

Siempre admiré los genitales masculinos, por no decir pelotas, que tenía “la Marrón” en momentos como ese.

Estaba pegada a mí y yo pegado a ella; las manos muy juntas, como dos pibes que no quieren perderse, selladas por un sudor frío y pegajoso.

Cagados de miedo, pero firmes como los granaderos de la Rosada.

De pronto, en medio de la gaseada, como la puesta en escena de un milagro, salieron de la nada, un tullido en su sillón de ruedas y sombras difusas que poco a poco dibujaron en el humo blanco los negros hábitos de dos monjas.

Él, no se dejaba llevar y tampoco esperaba el giro completo de las ruedas que apuraba dándole impulso con sus manos.

La que parecía más frágil de las figuras de negro deslizaba una a una las cuentas de un rosario.

La otra, que había perdido la cofia en la corrida, empujaba desafiante el sillón con todas sus fuerzas.

Los tres encararon decididos la rampa de acceso a la autopista, envueltos en el humo de los gases.

Las fuerzas policiales, que contemplaban la escena, tan azorados como nosotros, los miraron pasar.

En realidad no podían detenerlos.

¿Quién iba a ser culo de apretar el gatillo?

No sabíamos si no se les ordenaba actuar o a nuestro «compañero» de azul —el de los huevos fritos— no le daban las bolas para reprimir a un tullido tracción a sangre y a dos de las esposas de Dios.

A poco se detuvieron los que habían corrido en desbandada.

También comenzaron a asomarse los que estaban escondidos y hasta los que alimentaban las fogatas quedaron congelados ante el espectáculo.

Por un momento, no se gritaron consignas y tampoco el altavoz emitió sonido alguno.

Todo estaba como detenido en el tiempo.

Solo esas tres figuras se movían caminando hacia la rampa de la autopista.

Callados y presurosos, apretados para juntar coraje entre todos, nos encolumnamos detrás de las dos monjas y de quien, sin piernas, abrió paso mostrándonos por dónde era el camino a Ezeiza.

La vida por Perón

Un cielo gris, en el que se dibujaban nubes más grises, acompañaba la peregrinación a Ezeiza.

Después de la primera escaramuza en Riccheri y Avenida del Trabajo, cada cual corrió por la libre bajo una cortina de gases y lluvia.

Parece mentira que en situaciones límite se piense; que haya tiempo para pensar.

 ¿Qué será de los chicos si nos pasa algo?

Si nos pegan un tiro los viejos se mueren del corazón.

¿Por donde andarán los otros compañeros?

Las caras de los hijos: Luis y Guillermo y los lagrimones de Gloria —esa que quería ser nuera— aparecieron nítidamente, como cuando nos despedimos.

En realidad, si nos preguntaban si estábamos dispuestos a morir, habríamos dicho que no.

Y la pregunta del millón fue entonces ¿dónde quedó aquello de «la vida por Perón”?

La idea del martirio, de dejarse comer por los leones, por lo menos en ese momento, no era peronista; no quería ser.

Y allí, en medio del quilombo más espantoso, es cuando se descubre que se quiere vivir.

Que la vida está por sobre todo.

Vivir por lo que uno cree; por lo que se ama.

Sí, seguir viviendo para hacer realidad las utopías soñadas.

“La vida por Perón” cobró entonces otro sentido: el de vivir por Perón, vivir por lo que creíamos, por los sueños que había que hacer realidad, que era como vivir por nosotros mismos.

Y del cagazo de morir sacar la heroica de seguir corriendo.

Escudos, palos, más gases, balas de goma y de las otras.

Algo parecido a un quilombo de empujones, palazos y heridos, ambulancias, encanados y compañeros en el suelo quietos como muertos.

Nosotros a puro bicarbonato y limón, pintábamos las caras de blanco, como dos payasos escapados de un circo.

A esta altura, lágrimas, mocos y lluvia eran una misma cosa.

Cruzamos la Riccheri, cuando “entretenidos» les daban «máquina» a otros.

Después, en la General Paz, esquivando las balas de los helicópteros, corrimos y nos ocultamos mil veces. Temíamos a las balas de goma que también duelen, pero más a las de plomo, que también matan. Corrimos hasta no dar más y nos ocultamos hasta no dar más.

No sé cómo llegamos a la villa. No sé cómo nos metimos en un rancho, donde llovía adentro más que afuera. No sé cómo una botella de ginebra fue protagonista, reina y señora del «chupipase». De entrada, calentaba a otros y casi enseguida a todos. Cuando nos tocó a nosotros, también la chupamos. Los que estábamos ahí no nos conocíamos, jamás habíamos estado juntos antes. Sin embargo sabíamos quienes éramos, unidos en la comunión de una lucha, compartiendo un brindis de miedo en un cáliz de ginebra.

Después en silencio, sin presentaciones ni despedidas, fuimos saliendo. Casi sin vernos, más aún para no vernos nunca más.

La suma de todos los miedos

En otro momento hubiésemos tenido vergüenza de pedir permiso en una casa para echarnos un meo.

Pero dicen que la necesidad tiene cara de hereje y las ganas habían cambiado nuestras caras de todos los días en caras de herejes.

La mujer se nos adelantó facilitando el encuentro. Estaba parada en la puerta de su casa, mojada como nosotros, con los brazos cruzados bajo sus pechos, tiritando a tal punto que al principio nos costó entender que decía.

¿Van para Ezeiza? ¡Qué locura; mi marido salió temprano, con vecinos del barrio!

Le pedimos permiso y pasamos al baño; no sacamos las ganas y las camperas, estrujándolas como un trapo de piso.

El agua que chorreaba la sentimos tibia al contacto con nuestras manos moradas de frío y nos las pusimos otra vez.

Cuando salimos, la dueña de casa seguía en la puerta de calle: «Estoy muy preocupada, él quería ir a buscar al General».

Le dijimos que se metiera en la casa, que se iba a pescar un resfrío.

Temblando de frío y de nervios, insistía en la preocupación por la suerte de su esposo.

Rosita se acercó, pasándole una mano sobre los brazos cruzados, como para calmarla, le dijo: «yo por eso estoy acompañando al mío, para no preocuparme».

Más adelante los vecinos de los departamentos de Villa Madero, nos alertaron de la encerrona que estaban preparando tropas del ejército y de la policía.

Elegimos el camino de las vías, lo más lejos que podíamos estar de la ruta y de la barrera.

Una Itaka salida del baúl de un patrullero, no tan cerca pero no tan lejos, nos mandó cuerpo a tierra abajo del terraplén.

En el camino del cuerpo a tierra me di cuenta que «la Marrón» también estaba en la trayectoria de las balas, pero los compañeros la habían empujado y medio segundo después caía arriba mío.

Y otra vez a correr.

De pronto, las vías que creíamos muertas cobraron vida cuando una señal anunció la venida de un tren que no tenía que venir. Había que moverse rápido, el silbido se sentía cada ver más cerca. Siempre mirando hacia atrás, en medio de un puente embarrado con una improvisada baranda humana, de la que se agarraban los que tenían vértigo y los que temían resbalar por los durmientes también amasados en lodo, todos llegamos del otro lado, convencidos de que ese día, superando nuestros miedos, estábamos haciendo historia.

Un día en el que también aprendimos cuan difícil es para hombres y mujeres comunes laburar de héroes.Promesa, peregrinación Cuando nos creímos perdidos, las huellas que cientos de compañeros habían dejado en un pastizal, nos señalaron que por ahí se iba a Ezeiza.

Un tanque oculto entre los yuyos, que nos vio pasar, nos paralizó la sangre, pero no hizo nada.

Claro que todo no era de barro y frío; pero otras cosas nos calentaron el alma. Ver a los compañeros encaramados en los tanques, chamuyándose a los soldados y suboficiales. Cruzando a nado un río color negro. A una anciana de ochenta largos, arropada con una bandera argentina, que arrastraba sus pies caminando con mucha dificultad y que al verla, desde un camión, alguien le tendió una mano invitándola a subir. Invitación a la que abuela respondió: «no gracias; hace tiempo hice la promesa de que si Perón volvía, lo iba a buscar caminando».

Los pausados movimientos de su cuerpo y el lento arrastrar de sus pies, enseñaban cómo se cumple una promesa y el recogimiento, la mística de una solitaria peregrinación.

Lo demás está en los diarios.

La historia grande del 17 de noviembre de 1972 ha sido contada mil veces por mil cronistas e historiadores y analizada desde todos los ángulos posibles por opinólogos, filósofos electrónicos e intelectuales del papel.

La estampita de Rucci con el paraguas, que Lanusse lo quería tener en cana, que el Coronel Cornicheli, que el charter, que los artistas, que lo querían matar.

Cada uno de los que participaron aquel día podría escribir su versión de ese pedazo de historia.

La de la historia chica, la que habían protagonizado como simples actores de reparto.El diario del día después Nosotros estuvimos ahí. Casi sin saber; por vos, por otros como vos, por nosotros mismos, por los que amábamos, por los que no conocíamos.

Al otro día lo vimos en Gaspar Campos.

Ya estaba de vuelta en su tierra. Cuando salió a la ventana a saludar, tu abuela se desmayó después de gritar… “Macho”.

Como generación es cierto que no pudimos hacer realidad muchos de los sueños soñados, pero tampoco podemos negar la actitud heroica de todo un pueblo, del cual fuimos parte, que luchó en la Resistencia y que fue capaz de hacer posible el retorno del General a su tierra.

Ese día todo fue festejo, en el que se mezclaban esperanzas y alegrías. Mi cumpa Muzzo le dijo a su mujer: «esta noche encargamos un machito».

Luego fue una hija, María Eva.

El tano se conformó diciendo: «a las hijas mujeres hay que quererlas igual».

Se venía la oportunidad de soñar despiertos con los grandes cambios.

No sospechábamos el quilombo y la represión más salvaje de que se tiene memoria.

Cómo saber que Balbín saltaría la tapia.

Que los montos, sin querer o queriendo, salieran a destiempo a plantear una lucha que no tenía destino.

Que en el medio se nos moriría el Viejo.

Que Luder, como siempre, no podría ser del todo; que Isabelita tampoco podría ser lo que no era.

Luego, los Falcon verde y el terrorismo de Estado, los desaparecidos.

Pero ese es el diario de muchos días después; otra historia.

Fue una de las pocas veces que tuvimos al General ahí nomás, vereda por medio, tan cerca, sin darnos cuenta que siempre estuvo en nosotros.

Sus ideas de justicia y libertad fueron para nuestra generación una guía.

La razón por la que nuestros muertos están vivos, la conciencia de un destino, la eterna llama que mantendrá jóvenes y encendidos nuestros corazones.

(Carta a mis compañeros de toda la vida; muy especialmente a mi nieto mayor Juan Manuel, que nació un 17 de noviembre sin saber que se conmemoraba ese día una fecha histórica)

Por Ricardo Bermúdez

RED NACIONAL Y POPULAR

Entradas relacionadas

Deja tu comentario