Por Guillermo Burckwardt

Una nueva normalidad con rasgos psicopáticos 

La despersonalización del individuo lleva a que se le valore únicamente por su capacidad de encajar en un sistema que mide su utilidad en términos cuantitativos, señala el autor.

En la actualidad, se percibe una inquietante tendencia en la forma en que los individuos se relacionan entre sí y cómo se ven a sí mismos dentro del tejido social. La idea de que el ser humano se ha convertido en un número, una mera cifra que debe cerrar, es cada vez más aceptada. Este fenómeno no solo deshumaniza a las personas, sino que también crea una desconexión profunda entre los individuos, quienes dejan de verse como hermanos, madres, padres o hijos. En su lugar, emergen como entidades frías y despojadas de identidad, lo cual nos acerca a una forma de cosificación alarmante.

La historia nos ha mostrado cómo esta cosificación puede llevar a sociedades peligrosas. En el contexto del nazismo, el «otro» era visto como un enemigo que debía ser exterminado por razones raciales y genéticas. Hoy día, esta lógica se ha transformado; ya no se trata solo de razas o etnias, sino de números y estadísticas. La despersonalización del individuo lleva a que se le valore únicamente por su capacidad de encajar en un sistema que mide su utilidad en términos cuantitativos. Así, la empatía y la conexión humana se erosionan, dando paso a un entorno donde el sufrimiento ajeno se ignora y donde los rasgos de la psicopatía parecen convertirse en la nueva normalidad.

El concepto de una «sociedad carnicera» resuena con fuerza en este análisis. Cuando la mente no siente culpa, cuando no hay un sentido de pena por el dolor infligido al otro, se abre la puerta a una serie de actos atroces que pueden justificarse bajo la fría lógica numérica. La frase “el acto no hace al acusado si la mente no es acusada” encapsula esta idea: si las acciones son despojadas de su carga moral por un sistema que prioriza los números sobre la humanidad, entonces el individuo queda exento de responsabilidad.

Además, este fenómeno va más allá de las relaciones interpersonales y toca estructuras más amplias dentro de nuestra sociedad. La destrucción de instituciones tradicionales puede interpretarse como un intento de desmantelar la figura del padre, ese orden cronológico que organiza nuestra existencia: padre e hijo. Este proceso no solo busca eliminar figuras autoritarias; también intenta borrar el tiempo mismo, como si el presente hubiese existido desde siempre sin un pasado que lo sustente. Esta visión trágica del mundo recuerda a la tragedia de Edipo, donde el parricidio simboliza una ruptura con las normas y tradiciones establecidas.

En este contexto, el ser humano emerge como un «ser hablado» desde antes de su existencia consciente. Cada individuo está influenciado por las voces y narrativas que lo rodean; sin embargo, es crucial preguntarnos qué nos dicen esas voces y cómo moldean nuestra identidad y nuestras relaciones con los demás. La búsqueda de respuestas nos lleva a reflexionar sobre nuestra propia humanidad y sobre cómo podemos redescubrir la conexión con el otro en un mundo cada vez más deshumanizado.

En conclusión, es fundamental reconocer los peligros inherentes a una sociedad que ve al otro como un número o una estadística. Debemos cuestionar las narrativas que nos rodean y buscar formas de reconectar con nuestra humanidad compartida. Solo así podremos evitar caer en el abismo de una cosificación total y recuperar el sentido de comunidad y empatía que nos define como seres humanos.

Imagen: Bernardino Avila

Fuente: pagina12.com.ar/

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